Era un día cualquiera, de esos en que subes al bus con el alma arrugada y la billetera quebrada, pensando en la cuenta por pagar y el café de la mañana que mal sabía al desayunar. Como nunca quedó un asiento libre y aunque no me gustaba que mire hacia atrás dije ¡bah! peor es ir de pie y me senté, miré al frente y… ¡bam! Ahí estaba ella. Ojos como faroles, mirándome fijo, dibujó una sonrisa de esas que te hacen querer devolverle el saludo aunque no te lo haya dado. Estaba sentada justo enfrente, a poco menos de dos metros de mi caos personal. Nuestras miradas se cruzaron, y juro que el mundo se puso en cámara lenta: el ruido del motor se volvió un “tum-tum” romántico, y hasta el señor del asiento de al lado oliendo a cebolla me pareció un cupido disfrazado.
Nuestro cupido se
paró junto a su acompañante que también iba al frente de él, cada uno tenía un
asiento desocupado que excelente momento el suscitado. “Es ahora o nunca”,
pensé, mientras mi corazón a ritmo del motor y mis manos tembloras me animaron
a tomar tal decisión, de sentarme e ir a su lado y hacerle conversación. Ella
también parecía decidida: se mordió el labio, ajustó su mochila, y vi cómo sus
ojos decían “vamos, acércate, bombón”. Así que, con el valor inverso que traía
en mi interior, me levanté para completar esta labor. Pero —¡oh, sorpresa del destino!
— ella también se levantó al mismo tiempo, nuestras miradas se cruzaron, los
brazos se rozaron y resultamos sentados uno al frente del otro como cuando
iniciamos. ¡Los dos tomando la iniciativa! Qué bonito, ¿no? Bueno, no tanto.
Porque yo fui hacia la derecha, ella hacia la izquierda, y en un giro digno de
comedia barata, terminamos en sentidos opuestos, como dos imanes mal
polarizados.
Volví a mirarla,
ella me miró, y entre risas nerviosas nos hicimos un duelo de sonrisas. “Qué
torpes somos”, parecían decir sus ojos. “Qué linda eres”, contestaban los míos.
El bus traqueteaba, la gente nos miraba como si fuéramos un reality en vivo, y
yo ya me imaginaba contándole a mis nietos esta anécdota: “Así conocí al amor
de mi vida… o al menos de ese trayecto”.
El universo, cual
es un guionista cruel con nosotros estaba jugando. Justo cuando planeaba mi
próximo movimiento pensando como romper el hielo con algo cool, tipo “hola,
¿vienes seguido por esta ruta?”; pero, el bus frenó, ella mi miró una vez más
como diciéndome adiós y finalmente se bajó. Así, sin más. Una mirada final, un hasta
que nos volvamos a encontrar, hizo un gesto con las manos que parecía decir “en
otra vida, quizá nos encontremos o “en el próximo viaje espero que coincidamos”,
y así, desapareció entre la multitud. Yo me quedé ahí, pegado al asiento, con
cara de quien pierde la última pieza de tequeño puesto en la mesa. Nunca supe
su nombre, ni su parada, ni si también pensó en mí mientras el bus se alejaba.
Un flechazo sin
rumbo, un “casi pudo ser” con perfume de gasolina. Llego al trabajo con el
pensamiento entre la algarabía y la nostalgia me preguntan ¿qué ha pasado?, les
cuento mi andanza, aunque esta experiencia deja dentro de mí esa chispa que te
enciende y luego te deja mirando por la ventana, preguntándote si el destino
tiene GPS o simplemente le gusta vernos tropezar.
Un compañero laboral, que
escucha atento la aventura dice, yo también tengo una historia similar, una
historia que aún rio al recordar.
Imagenes creadas por IA: https://designer.microsoft.com/image-creator, ayudado con CopilotIA y Grok3
Comentarios