El último sorbo de café me vuelve a mí, pero, mis
pensamientos me hacen imaginar en una gran mujer, con la fortaleza que toda madre
demuestra y aunque los extraños que no conocen su caso la pueden criticar y de ella mal hablar. Ahí va con la frente en alto, junto a su Bendí de la mano, su faro en la
tempestad. La vida la zarandeó: deudas, mudanzas, un padre que se pierde en su
propio viento. Pero ellas, juntas en su espacio, en su rincón cantando Sabina a
todo pulmón, saltamos entre risas, ella la abraza fuerte para que sienta que es
su roca, su mar tranquilo. No le tapa el cielo: que vea las nubes de su papá y
decida si las deja en su horizonte. Con especialistas legales a su lado, acompañan a
esta valerosa madre en su danza especial, y aunque el camino tenga aquella espina amarga, el
amor madre e hija es un sol que nunca se apaga. Sigue remando, al ritmo que
mejor le acomode, con tu estrella inquieta brillando a tu lado, porque la
vida es como un buen ritmo, siempre encuentra su compás y al final tu felicidad
encontrarás.
Estoy en un cafe con los audifonos puesto, lentes oscuro, cafe caliente y mi cabeza divaga en lo absurdo. Ando distraido jugando en el telefono, no se en que momento 2 señoras se sentaron en la mesa del costado, una pausa en la musica y mi me llama la atencion su conversación, se que hablan de una abogada con mucho futuro, de talla pequeña, con sonrisa coqueta y risueña. Una de ella creo que era la mamá que decia que esperaba que un futuro diferente, que con esfuerzo y dedicación se iba a comer el mundo que tenia al frente.
Todo arrancó una noche donde el viento rugió con fuerza,
trayendo de regreso a 6 Voltios en el pais, como un trueno que despierta un pueblo
dormido. Yo estaba ahí, con el alma brincando al compás del punk, los acordes
rebotando en mi pecho como olas contra la roca. Y entonces, entre la marea de
fans, apareció Alexis Korfiatis, un sol sin nubes ni sombras, que nos envolvió
con su voz, su abrazo y esas fotos que aún guardo como tesoros. Pero esa noche,
sin saberlo, el destino me tenía otro regalo escondido: un encuentro fugaz con
el futuro papá de mi Sabina, mi “Bendi”, mi estrella que brilla incluso en días
de gris.
Al principio, él era solo una sombra en la multitud, un
susurro perdido entre el ruido de la reunión. Me lo presentaron, pero yo, con
mi atención en la banda, apenas le di un pestañeo. Hasta que Alexis soltó
Sabina, esa canción que me eriza la piel, y noté que sus ojos, como faroles
brillando en la niebla, me buscaban sin descanso. Me hizo un guiño, un gesto
travieso como quien lanza un anzuelo al mar, y yo, riendo como si pisara
charcos bajo una lluvia suave, le seguí el compás. El concierto acabó, nos
lanzamos en mancha a abrazar a la banda, y entre risas y empujones, nuestras
palabras encontraron puerto. De charlas casuales pasamos a citas que rimaban
con guitarrazos, de salidas a tratarnos con ternura, y de tratarnos a
enamorarnos bajo un cielo que parecía prometerlo todo. Mi jefe, que me había
acompañado esa noche, me miró con ojo de halcón y soltó: “Ese chico es un barco
sin motor, se lo lleva la corriente”. Y qué profeta resultó el señor,
qué ojo tuvo para ver el temporal que se avecinaba.
El amor brotó como enredadera en primavera, trepando por
nuestras vidas entre acordes y besos robados en conciertos oscuros. Íbamos a
recitales de 6 Voltios, gritábamos letras hasta quedarnos roncos, y
explorábamos otras bandas que nos hacían vibrar el alma. Una noche, celebrando
un mes de promesas y miradas cómplices, nos dejamos llevar por la marea,
confiando en que él pondría diques al destino. Pero el río fluyó libre, y
pronto supe que mi cuerpo guardaba un secreto: mi Bendi venía en camino, mi
flor creciendo en la barriga. Mi madre, con su voz de tormenta y truenos, me
echó de su puerto tras una discusión que aún resuena en mi memoria. Y yo,
armada con mi título de abogada y un trabajo que me mantenía a flote, alquilé
un depa cerca de a una gran avenida. Lo pinté con sueños, lo limpié con sudor, lo
convertí en un nido acogedor para mi pequeña. Él venía a ratos, como brisa que
ayuda a barrer el polvo, cocinaba conmigo alguna vez, y cuando el embarazo me
pesó como ancla, empezó a quedarse más, temiendo que el mar me tragara sola.
Y entonces llegó ella, mi Sabina, mi lucero inquieto, mi
Bendi que ilumina hasta los días más oscuros. El postparto fue un huracán sin
fin: calor que quemaba, llanto que ahogaba, miedos que pesaban como cadenas en
el alma. No sabía ni cómo doblar un pañal, y él, con manos expertas de haber
cuidado a sus primios, me guió entre biberones y nanas improvisadas. Pero
mientras yo zarpaba cada día a trabajar, remando contra las olas para pagar el
depa y llenar la despensa, él se quedó en la orilla, cuidándola sin buscar más
horizonte. Viajaba a la sierra por trabajo, mi corazón partido entre
expedientes polvorientos y la cuna vacía que dejaba atrás. La abuela paterna,
con lengua afilada como serpiente, siseaba que yo tenía otro faro en el norte,
que por eso me perdía toda la semana. Mi madre, con su tambor de críticas,
golpeaba sin parar: “¿Por qué no lo mandas a cazar el pan? La madre se queda
con su cría, el hombre trae el sustento”. Y yo, en mi barca solitaria, remaba
bajo un sol que no perdonaba, con las manos ampolladas y el alma enredada en
culpas.
Las olas chocaron fuerte un día, y el naufragio fue
inevitable. Un kilo de arroz malgastado encendió la chispa, y entre gritos y
reproches terminamos en la comisaría, como si el mar nos hubiera escupido a la
playa. Un policía, marinero curtido por la vida, le dio un jalón de orejas: “Yo
nado doble turno, guardia y comisaría, y aun así no me alcanza para mi mujer y
mi hija. ¿Y tú, que no llegas ni a los 30, no puedes alzar velas por ella хотя
sea medio tiempo?”. Él calló, se hundió en su silencio, y como barco a la
deriva, se perdió en el horizonte. Cinco años sin su brújula, solo un par de
sombras fugaces y un saludo frío en una audiencia, donde ni a Bendi miró hasta
que su abogada lo obligó. Mi pequeña, con su autismo como viento travieso, me
enseña a danzar en la tormenta, a encontrar el ritmo entre sus saltos y sus
sueños. Su papá aparece y se esfuma, como señal de wifi en un cerro, pero yo no
bajo los brazos ni dejo de remar.
La pandemia llegó como un tsunami, barriendo mi estabilidad.
Mi trabajo, puro trajín de calle, se apagó, y las cuentas me ahogaron como
redes que atrapan al pez. Dejé mi depa soñado, y una amiga en Campoy me tendió
un salvavidas, acogiendo a mi Bendi y a mí por tres meses. Luego, con las uñas,
alquilé un cuartito humilde, y ahí seguimos, brillando como estrellas en la
niebla. Mi pequeña empezó el colegio, y una directora, con ojo de
neuropsicóloga, me confirmó lo que sospechaba: su autismo era el timón que guiaba
su caos. Con terapias y amor la encaminé, pero su papá, jugando a las escondidas
con el apoyo, corta y prende luces como si fuera un juego. Demandé alimentos,
peleé por su Essalud, y él responde con silencios o pasos en falso. Pero aquí
estoy, con estrategias de abogada y corazón de madre, tejiendo un futuro para
mi lucero.
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