Ladrillos de chocolate y gaseosas de un recuerdo burbujeante.

 

En aquella obra de construcción, donde el polvo se mezclaba con las aspiraciones y los cascos relucían bajo el sol implacable, trabajaba Artur. Era parte de la supervisión, el guardián de los estándares, el centinela de lo correcto. Su semblante serio parecía esculpido en piedra, una fachada sin grietas por donde asomara la calidez.

Pero a veces, cuando reía con sus colegas, su rostro se iluminaba como una ventana recién lavada. Ahí estaban sus hoyuelos, pequeños cráteres de luna en sus mejillas, señales de que detrás del uniforme rígido había un hombre de carne y hueso.

Entre los trabajadores, una joven vigilante de seguridad observaba a Artur con una curiosidad arquitectónica. Se preguntaba qué escondía detrás de su expresión severa, detrás de esos ojos marrones que parecían medir cada estructura con precisión. Un día, decidida a colocar el primer ladrillo de la conversación, le preguntó su nombre. Desde aquel instante, poco a poco, fueron cimentando una pequeña amistad.

Cada charla era un nuevo andamio, cada respuesta un refuerzo en los cimientos de la confianza. Pero la joven quería más que los planos de una relación cordial; quería edificar algo más audaz. Así que un día compró chocolates y, cuando Artur llegó, le extendió uno con la sencillez de quien ofrece una llave esperando que abra algo más que una puerta. Él tomó el dulce, agradeció y quedó en silencio. Silencio de esos que pesan, de esos que pueden marcar un antes y un después.

Sin esperar licitaciones eternas, ella soltó la confesión como si derribara un muro sin previo aviso: "Me gustas". Artur la miró, sonrió con una leve sorpresa, pero justo en ese momento la movilidad llegó como el último aviso en una subasta: no había más tiempo para ofertas. Se fue sin más palabras, dejando en el aire un eco de incertidumbre.

La ausencia duró una semana, suficiente para que sus pensamientos hicieran remodelaciones en su cabeza. Cuando él volvió, notó su distancia y, para evitar que el silencio se volviera cemento seco, ella aclaró los planos: "El hecho de que te haya dicho que me gustas no significa que quiera estar contigo". La sonrisa de Artur apareció de nuevo, pero no hubo réplicas, solo el sonido de las herramientas y el mundo girando como siempre.

Los días transcurrieron, la amistad siguió con su curso, hasta que Artur dejó caer un comentario inesperado: "Serías como un bocadito, de esos que no puedes parar de comer". Ella, con la certeza de que su historia ya tenía fecha de entrega, respondió con simplicidad: "Este mes estaré aquí, luego ya no".

Como todo proyecto, su tiempo en aquella obra llegó a su fin. Se separaron, y la vida siguió con sus renovaciones. Pero el destino, arquitecto caprichoso, trazó un nuevo encuentro tiempo después. Artur pasó por la nueva obra en la que ella trabajaba, se detuvo y la saludó. Le invitó una gaseosa en el grifo cercano y, con la misma curiosidad de siempre, preguntó: "¿Aún te gusto?".


Ella sonrió con tranquilidad, con la certeza de que ciertas estructuras, aunque alguna vez parezcan firmes, acaban por desmoronarse. "No, ya no. Los gustos pasan", respondió sin titubeos. Le contó que estaba saliendo con alguien, y él, entre risas, comentó: "O sea, que perdí mi oportunidad". Ella también se rió. "Así es la vida", dijo, como quien entrega el último informe antes de cerrar un proyecto.

Artur compró más gaseosas, compartió con la gente y, antes de partir, dejó una última frase: "Fue bueno volver a verte, aunque desde ese chocolate te llevé entre mi papilas, en mis memorias y tu mirada esquivante". Y así, entre botellas burbujeantes y recuerdos bien cimentados, le dieron un último adiós.

Asisitido con CopilotIA y Grok

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