Bajo un cielo que parecía un lienzo salpicado de nubes
perezosas, él caminaba, con los pasos de quien lleva el peso de un amor que se
desvanece como polvo en el viento. El joven, de mirada inquieta y corazón
remendado, componía en su mente una carta invisible, una despedida que no cabría
en un papel, pero sí eco en las calles vacías. Sus pensamientos, como hojas
secas arrastradas por el otoño, danzaban al ritmo de un viento que susurraba imágenes
de recuerdos, tejiendo una melodía silenciosa que solo él podía escuchar.
No era un héroe, no, ni un poeta de esos que conquistan con
versos dorados. Era solo alguien que, en el torbellino del amor, se sintió como
un barquito de papel navegando en un océano embravecido, zarandeado por olas de
promesas rotas y sueños a medio tejer. Había amado, ¡vaya que sí!, con una
pasión que encendía sus días, pero no siempre a la altura de las estrellas que
ella le regaló con cada sonrisa. En su carta mental, se disculpaba, no con la
solemnidad de un juez que dicta sentencia, sino con la torpeza de quien
tropieza con sus propias palabras, dejando caer excusas como migajas en un
camino olvidado. “Perdón”, musitaba al aire, “por no ser el castillo que
prometí, sino apenas un refugio de madera vieja que crujía bajo la tormenta,
incapaz de protegerte del frío”.
Las palabras hirientes que ella le lanzó, afiladas como
espinas de un rosal traicionado, aún le pinchaban el alma, dejando pequeñas
cicatrices que dolían al recordarlas. Pero, como un jardinero que poda con
cariño un arbusto salvaje, él las guardaba sin rencor, transformándolas en
lecciones que el tiempo puliría. En su carta, no había espacio para el veneno
ni para las sombras del rencor; solo un deseo puro, como agua de manantial
brotando en la montaña, de que ambos hallaran la felicidad. “Que encuentres un
amor que te abrace como el sol a la mañana, que ilumine tus días con la calidez
que mereces”, escribía en su mente, mientras sus pasos resonaban en la acera
como un tambor melancólico, marcando el compás de su adiós.
Caminaba, sí, como si cada zancada fuera un verso, como si
el pavimento fuera el renglón de su historia, escrito con tinta de nostalgia.
La ciudad, con su bullicio de cláxones y murmullos, parecía corear su
despedida, como un coro improvisado que acompaña al protagonista de una balada
triste. Él no era de los que se detienen a mirar atrás, no quería convertir su
pasado en una estatua de sal, pero en su pecho, el recuerdo de ella era como un
farol titilante: cálido, sí, pero incapaz de guiarlo ya en la penumbra de su
soledad. “Pude haber hecho más”, se reprochaba en voz baja, “pude haber pintado
el cielo con promesas que no se desvanecieran al amanecer, que resistieran el
paso de las noches”. Y sin embargo, no había amargura en su adiós, solo una
sonrisa torcida, como la de quien encuentra un chiste absurdo en medio de la
tormenta, un guiño al destino que juega con los corazones.
El joven seguía su marcha, con la carta invisible flotando en el aire, desarmándose con cada brisa como pétalos de una flor marchita. No la enviaría, no hacía falta; era su forma de soltar, de dejar que el viento se llevara las palabras que nunca dijo, los “te amo” que se quedaron atrapados en su garganta. Y mientras el sol se escondía, como un tímido actor tras el telón de un teatro al aire libre, él se prometió seguir caminando, con la certeza de que, aunque el amor se acaba como una canción, las historias, como los pasos, siempre encuentran un nuevo sendero. Que ambos sean felices, susurró al cielo, y el viento, cómplice y juguetón, le respondió con una brisa que pareciera decir en rima suave: “Que así sea, viajero, que así sea”. Y así, con el eco de su propia voz, siguió adelante, dejando que la ciudad lo abrazara en su silencio, testigo de un adiós que, aunque doloroso, brillaba con la esperanza de un nuevo comienzo.
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