Dicen que la vida es como una cometa: a veces vuela alto, a
veces se enreda en un cable, y otras… ¡se escapa con el viento!
Había una niña de diez años, cabello negro cortito hasta los hombros, sonrisa de travesura y mirada chispeante. Ella, Minerva, capitalina de nacimiento, llegó un verano al corazón de los Andes, donde el aire huele a eucalipto y el sol pinta la piel de dorado. Apenas pisó la plaza, ya estaba corriendo detrás de una pelota, compartiendo canicas, y riéndose con los niños de la cuadra. Entre ellos, conoció a un pequeño compañero de juegos que se volvió su socio en travesuras.
Las vacaciones pasaron como un suspiro en viento frío, y con
la misma rapidez, tuvo que regresar a la ciudad. Él se quedó en el recuerdo,
como un dibujo en la libreta que se cierra pero nunca se olvida.
Pasan los años, ella creció, se casó, creyó en los finales
felices… pero el guion cambió y la historia terminó en divorcio. Aun así, se
reinventó: de niña traviesa pasó a mujer empresaria, decidida y fuerte, como
esas montañas que no se doblan ni con tormenta.
Un clic de destino, y las redes sociales hicieron su magia.
Ahí estaba él: ya no el niño de la cuadra, sino un policía de uniforme y mirada
seria. Se escribieron, rieron de las memorias, y entre citas y cafés, empezaron
una nueva relación. El reloj parecía sonreírles… hasta que el reloj comenzó a
dar señales raras.
El teléfono, ese delator silencioso, no pasaron ni quince días después de iniciar su relación, ella empezó a notar actitudes sospechosas. El celular de él vibraba como tambor en fiesta patronal, siempre boca abajo, siempre custodiado como secreto de Estado. Y en un descuido, ¡zas! Una notificación reveladora apareció. Ella escribió y… sorpresa: otra mujer respondió.
El telón se levantaba: él tenía un papel protagónico en dos
obras al mismo tiempo. Y la coprotagonista se llamaba Graciela, de contextura
delgada, quien sin imaginarlo, también ensayaba las mismas líneas de “te
extraño” y “te amo”.
Se saludaron, hablaron, compartieron fotos, hasta míralo aca esta durmiendo, hasta que hablaron de La confrontación.
Ambas decidieron enfrentarlo, como dos heroínas aliadas en
una trama inesperada. El policía llegó a casa de Graciela sin saber que la escena
estaba montada. Abrió la puerta y ahí estaban las dos: miradas cruzadas,
silencios que gritaban, preguntas acumuladas.
Él, mudo como estatua en la plaza, no atinaba a mover ni un músculo. Mientras tanto, Graciela embalaba su vida en bolsas y maletas, con la rapidez de quien corta una soga para no caer con ella. Fue un instante de guion digno de novela: dos mujeres, un hombre, y la verdad explotando como fuegos artificiales en pleno cielo andino.
Días después, el teléfono de nuestra protagonista sonaba. Él lloraba, pedía perdón, prometía cambios, un policia preso de su propia trampa.
La vida, al final, no es un cuento de hadas, pero sí una serie de capítulos con giros inesperados. Minerva, aquella niña risueña que jugaba en las calles de un pueblo andino, entendió que no todos los regresos son para quedarse. Algunos son solo para recordarte que el amor propio no se negocia, y que hasta en las despedidas hay una victoria silenciosa.
Asisitido por IA



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