Crecí en un pedacito de campo donde el viento tenía voz propia, los árboles eran los guardianes del silencio y las noches estaban llenas de magia. Allí, en medio del polvo y el canto de los grillos, aprendí lo que era la felicidad sin darme cuenta. Mi infancia no fue de lujos, pero sí de risas, de canciones que salían por las ventanas y de historias que nacían bajo la luna.
Cuando el sol comenzaba a calentar fuerte, la música bajaba y el patio se convertía en cancha. Mis hermanos eran mis héroes, mis maestros y, a veces, mis verdugos en el fútbol. Jugábamos descalzos, con las rodillas llenas de tierra y los pulmones llenos de aire fresco. Si el balón se iba al río, ahí íbamos todos detrás, riendo, gritando, sin miedo a mojarnos. En las tardes, cuando el calor bajaba, cambiábamos la pelota por una red improvisada y jugábamos vóley con los primos y vecinos. La tierra se levantaba bajo los pies, el sol caía sobre nosotros, y mamá, desde la cocina, gritaba: “¡Traigan agua que están sudando como burros!” Nadie se enojaba, porque su voz era parte del paisaje, tan natural como el canto de los pájaros.
Pero lo que más marcaba mi infancia no eran los juegos ni las canciones. Eran las noches. Las noches de luna llena, cuando el cielo parecía más grande y el aire olía a descanso. Mamá sacaba su mecedora de fierro y nimbre, la colocaba bajo el brillo plateado de la luna, y comenzaba su segundo ritual: contar historias. Su cabello ensortijado brillaba con el reflejo lunar, y sus ojos color avellana parecían guardar todos los secretos del universo. A su alrededor, nos sentábamos todos: hijos, primos, vecinos, y hasta el perro, que se echaba a un lado como si entendiera cada palabra.
Ella comenzaba con un “Había una vez…” y el mundo se detenía. Contaba leyendas del campo, de duendes que vivían entre los molles, de estrellas que bajaban a visitar a los niños buenos, de amores que cruzaban montañas y se reencontraban en el cielo. Su voz tenía ese tono que te envolvía, suave y profundo, como si las palabras flotaran en el aire antes de llegar al corazón. Cuando el viento soplaba entre los árboles, parecía parte del relato. Y si alguno se atrevía a interrumpirla, bastaba una mirada suya para devolver el silencio.
Cuando terminaba, siempre decía: “Miren bien al cielo, porque todo lo que conté vive ahí arriba.” Y nosotros levantábamos la vista, buscando entre las estrellas a los personajes de sus historias. En esas noches aprendí a soñar despierto, a creer que el cielo no solo estaba lleno de luces, sino también de recuerdos.
Después, cuando todos se dormían, me quedaba un rato más afuera, acostado en el pasto, mirando las estrellas. Les hablaba bajito, como si fueran mis amigas. Les contaba mis secretos, mis miedos y mis sueños. Les decía que algún día me iría lejos, pero que nunca olvidaría esas noches. La luna era mi cómplice, y el silencio del campo, mi confidente. Sentía que las estrellas me respondían, que parpadeaban solo para mí.
Había noches en las que el campo era una sinfonía.
El viento silbaba entre los árboles, los grillos hacían su parte, y el cielo parecía un teatro lleno de luces.Yo me acostaba en la proa del bote, y con el murmullo del río como fondo, hablaba con las estrellas como si fueran viejas amigas.
Y el cielo respondía, o al menos eso creía yo, en el parpadeo de alguna estrella más brillante.
Con el tiempo, la vida me llevó lejos. Me fui sin planearlo, casi sin despedirme. Prometí volver pronto, pero los días se volvieron meses, los meses años. La ciudad me envolvió con su ruido y su prisa, pero jamás logró borrar los sonidos del campo. A veces, entre el tráfico y las luces artificiales, cierro los ojos y escucho la voz de mamá, el crujir de su mecedora y las risas de mis hermanos.
Y en esas noches modernas de insomnio, busco una ventana, levanto la vista y vuelvo a ver el mismo cielo, aunque esté lejos. Porque las historias de mamá siguen ahí, en cada estrella, en cada recuerdo, en cada pedacito de luna.
Entendí que no me fui del todo. Que uno puede dejar el campo, pero el campo nunca lo deja a uno. Cada vez que escucho una canción vieja o huelo el aroma del jabón, vuelvo a ese patio lleno de luz, a esa madre que cantaba como si el mundo entero fuera su escenario, a esos hermanos que jugaban como si no existiera el tiempo, y a esas noches donde aprendí que el cielo no solo se mira, se escucha.
Hoy, cuando la luna está llena, me gusta sentarme un rato a mirar hacia arriba. A veces le hablo, como antes, contándole cómo me va, agradeciéndole por todo lo que fui y sigo siendo. Y en el fondo de mi corazón sé que ella, desde alguna parte del universo, todavía me cuenta historias.
Porque, aunque me fui del campo, el campo, mamá y sus cuentos bajo la luna nunca se fueron de mí.
Asisitido por IA



Comentarios