Una tarde cualquiera, mientras revisaba los comentarios de mi blog, apareció un mensaje que cambió el rumbo del día.
Era de Tray, una amiga de sonrisa cálida y corazón nostálgico.
“Acabo de leer tu última historia —me escribió— y me hizo viajar directo a mi niñez. Tengo algo parecido que contarte… ¿te gustaría escucharla? Prometo que vale la pena.”
Veinticinco minutos después, tenía en mis auriculares el audio más honesto, dulce y vibrante que había recibido en mucho tiempo. Lo escuché entero, sin adelantar, sin distraerme, con la atención que se le da a los recuerdos que huelen a pan, tierra y verano.
Y ahora, con su permiso, te la cuento.
Tray nació en una ciudad pequeña, abrazada por cerros que vestían bufanda de neblina y se dormían bajo mantas de estrellas. En el terreno de sus abuelos, las casas de los hijos formaban un condominio sin muros, solo unido por risas, ollas comunes y patios compartidos.
Allí crecían tunas con espinas orgullosas, calabazas risueñas, habas juguetonas y choclos que parecían reír bajo el sol. Entre todo eso, corrían los nietos, primos, y vecinos, jugando al “mundo”, al “kiwi” o a las escondidas hasta que la luna salía con linterna propia.
Entre ellos estaba Luis, su vecino de enfrente, casi de su edad.
Venía siempre a casa, directo al cuarto de su hermano. Jugaban, reían, comían juntos. Tray hacía la tarea, observando de reojo y sonriendo sin saber por qué.
“Era un niño educado, cariñoso, de esos que entran a casa y los papás los tratan como familia”, decía ella con ternura.
Y sí, lo era. Luis era parte del inventario emocional de su infancia: como el jardín, el perro o la radio que sonaba en AM.
Pero no todo era juego. Eran tiempos difíciles,
“los días con sonido que retumbaban los tímpanos empezaban a sonar, mi papá apagaba las luces y encendía la calma”, contó Tray.
Luis se quedaba muchas noches hasta tarde, y su padre lo escoltaba de vuelta, protegiéndolo como si fuera uno de los suyos. “Cuidar también es querer”, pensé al escucharla.
El resto de su infancia fue pura coreografía de alegría: caramelos derretidos en lata, cometas hechas con bolsas de pan y espinas de tuna, mercados donde las hojas eran billetes y las muñecas se cargaban en manta.
“Nos inventábamos el mundo todos los días —dijo riendo— y, sin saberlo, también nos estábamos inventando a nosotros mismos.”
Hasta que un día Luis se fue a Lima.
No había teléfonos inteligentes, ni redes sociales, ni cartas que llegaran a tiempo. Solo quedó el eco de su nombre, flotando entre los árboles del jardín.
“Pasaron años… veinte, veinticinco. Y de pronto, un día cualquiera, volvió a aparecer. Desde Argentina. Con su voz madura, pero con la misma risa.”
Luis le contó su vida: que se había divorciado, que tenía dos hijos, que pronto viajaría a Ayacucho.
Ella sintió un nudo bonito en el pecho.
Él llegó, pero la vida —esa traviesa de guion cambiante— metió otra escena: ella tenía un compromiso. Lo vio solo un rato, lo saludó, y cuando quiso regresar… ya se había ido.
“Nos dijimos que habría otra oportunidad, pero nunca llegó. Aunque, pensándolo bien, no hacía falta.”
Y aquí viene la parte que más me gustó escuchar.
Tray me dijo: “Con el tiempo entendí que no todos los reencuentros son para retomar; algunos solo llegan para recordarte que fuiste feliz, que creciste bien, que amaste bonito.”
Luis siguió su camino. Se convirtió en cocinero, abrió un pequeño restaurante con nombre de cometa, donde prepara platos con sabor a infancia y esperanza.
En su pared cuelga un hilo rojo, símbolo de los lazos que no se rompen, solo se estiran.
Tiene pareja, hijos, una vida buena. Y cada domingo enseña a su pequeño a volar papalotes.
“Si alguna vez voy a su restaurante —dijo Tray riendo— seguro me cobra con sonrisa y propina de nostalgia.”
Ella, por su parte, siguió volando también. Se convirtió en docente y narradora, de esas que transforman la memoria en magia.
Abre talleres donde la gente escribe su niñez, su abuela, su patio, su miedo y su risa.
A veces cocina caramelos de azúcar y limón, y dice que es su manera de invocar al pasado sin perder el presente.
“Y sí —me confesó al final del audio— me enamoré otra vez. De alguien que me deja volar y me sujeta solo si el viento sopla muy fuerte.”
Terminé de escuchar los veinticinco minutos con una sonrisa tonta y un nudo en el alma.
Le escribí:
“Tray, tu historia no necesita final triste. Tiene dos felices: uno en la cocina de Luis y otro en tu cuaderno.”
Ella respondió con un emoji de cometa y un “exacto 🌈”.
Y pensé: hay amores que no terminan, solo se transforman en gratitud.
A veces, la vida no junta caminos; solo los dibuja paralelos para que se miren y sonrían desde lejos.
Porque la cometa que se va no se pierde,
solo cambia de cielo y sigue fuerte.
Él cocina su rumbo, ella escribe el suyo,
y entre ambos… el viento aún susurra: “te escucho”.
Asisitido por IA



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