A
veces la vida empieza como un chiste y termina siendo un milagro con olor a
río. Era un día de enero… o quizá febrero; para qué mentir, solo recuerdo que
era temporada de lluvia, cuando el cielo amanecía gris como frazada húmeda, la
tierra olía a barro fresco y los ríos crecían gordos, marrones, como chocolate
caliente sin azúcar.
Llegué
al puerto manejando el bote de mi hermano, con su motor fuera de borda que
rugía como perro bravo. Atraqué en la orilla, muy marinero yo, y me puse a
asegurar el bote para irme a casa.
Desde
arriba me gritaron:
—¡Oye,
sobrino! ¿Puedes hacernos una carrerita para ir a pescar?
Era
la exesposa de mi tío —que, como en toda familia, siempre viene con historia,
drama y tres temporadas confirmadas.
Yo,
que en ese tiempo decía que sí a todo, acepté. Corrí a avisarle a mi madre
—época sin celular, donde los recados viajaban en piernas— y ella dijo: —¿Pescar?
¡Yo también voy!
Pero
cuando mis supuestos pasajeros vieron a mi familia, dijeron: —No vamos. Una
vieja riña familiar… porque donde hay río, siempre hay chisme.
Mi
madre, con esa dignidad de reina victoriana, dijo: —Entonces compra dos galones
de gasolina, porque yo no me quedo con las ganas.
Y
mi madre, generosa como trapito de cocina, les dijo que sí a todos. Al final,
éramos la tripulación más dispareja del mundo: Dos adultas —mi madre y mi
prima— y casi quince niños que no pasábamos de los 13 años. El bote parecía
combi en hora punta.
Partimos
sin rumbo fijo… porque “¿a dónde vamos?”
“Por
ahí…”
Era
nuestra gran estrategia.
Lanzábamos
la tarrafa aquí, allá... Nada. Ni un palo húmedo, zapato o un pez flaco.
Ya era más de las cinco y el cielo empezaba a oscurecerse con ese tono “prepárense porque hoy sí llueve”.
Decidimos
dejarnos llevar por la corriente y lanzar la red de vez en cuando, por si el
milagro venía gratis.
Y
entonces…¡Milagro!
Primera tirada buena: ¡Un montón de
peces!
Segunda:
¡Otro montón!
Tercera:
Ya queríamos abrir pescadería.
Los peces saltaban solos. Si estirabas
el pie, uno se entregaba. Era como Black Friday… pero acuático.
¿Qué
estaba pasando debajo del bote, entre la sopa turbia del río? Un mijano —la gran
migración de “chupadoras” río arriba. Había tantos peces que hasta los
atrapábamos con los pies. Era una locura pesquera. Nos creíamos dioses del río.
Romántico para película de terror. Los niños empezaron a asustarse. Yo también… pero disimulando. Éramos valientes, sí…pero más valientes con luz.
Algunos
empezaron a temblar; yo también, pero con dignidad. La luna no salía.
La
luna, desaparecida. Ni una rayita. Ni un teaser. Nada. Te juro que si hubiera
tenido reloj, le reclamaba la hora.
—¡Todos
al bote! —dije, intentando sonar adulto. Mi madre me miró seria: —¿Crees que
podrás? ¿Y si nos volteamos?, —Mamita, confíe. Usted vaya a la proa con la
tangana y va tanteando.
La
tangana era un palo de tres metros para medir el fondo. Ella iba adelante,
heroica —uno imagina a su madre como figura celestial, pero verla en la proa de
un bote, guiándote entre aguas negras, es otra cosa. Mi madre adelante, yo atrás
guiando el motor, y los niños en medio rezando en todos los idiomas. Íbamos avanzando.
Avanzábamos a ciegas. Yo calculaba la forma del río por puro instinto; si encallábamos, nos quedábamos a vivir ahí con los fantasmas.
En
tiempo normal, ese tramo se hace en quince minutos. Llevábamos cuarenta. Cuarenta
minutos de tensión, oscuridad y niños preguntando: —¿Ya llegamos? y aveces susurrando:
—Si me muero, dile a mi mamá que la quiero…
Yo
quería llorar, pero era el capitán. De pronto, allá lejos, aparecieron luces.
Linternas
moviéndose en la orilla. Sabía que era gente esperando. Sabía que estábamos a
salvo.
Llegamos. Atraqué como maestro. Apenas tocamos tierra, las madres corrieron a abrazar a sus hijos, rezando en quechua y español.
Cada quien cargaba como podía: tinas, baldes, polos, lo que hubiera. Nadie podía creerlo. Ni la noche, ni el miedo, ni el cementerio habían detenido nuestra pesca histórica.
Mi
madre solo tomó dos pescados, me dijo que asegurara el bote y regresamos a
casa.
Se sentó a mi lado, comiendo su pesca y me dijo: —No esperaba tu reacción.
A veces la vida te da miedo, un bote
lleno de niños, un cementerio de frente, y oscuridad absoluta… Pero también te
da una madre que confía en ti, y eso es suficiente luz.
Asistido por IA

.png)


Comentarios