Una historia que terminó, pero el tuvo que seguir

Stefano estaba parado en la puerta, esperando, con esa espera que no es quietud sino un temblor interno, una vibración que nace en el pecho y se expande hasta los dedos, con el cuerpo inmóvil pero el alma caminando en círculos, vestido con una polera ancha que parecía prestada por el cansancio y por los días largos, con zapatos gastados que conocían el polvo de las despedidas antes que el brillo de las llegadas y un jean descolorido que llevaba impresas las huellas de otros tiempos, de otras versiones de sí mismo, y mientras la cerradura seguía muda el tiempo se le metía en la cabeza como una lluvia desordenada de flashes, recuerdos de los últimos catorce meses que aparecían sin orden ni permiso, escenas que se encendían y se apagaban como luces en una avenida nocturna, preguntándose cómo llegó hasta ahí, cómo la vida lo empujó desde gestos pequeños y decisiones mínimas hasta dejarlo frente a esa puerta cerrada, y entonces volvió a aquel salón ruidoso donde todo había empezado sin aviso, lleno de barullo, voces superpuestas, risas ajenas y hojas que crujían, recordó cómo entró, se sentó, tomó el folleto de física aplicada y empezó a resolver ejercicios creyendo que solo estaba llenando espacios en el papel, sin saber que estaba abriendo grietas en el destino, porque a su costado, como un guiño del azar disfrazado de coincidencia, estaba ella, vestida de negro igual que él, ella con blusa negra, él con una camisa negra prestada, una talla más grande, bluejeans y zapatos negros, dos sombras paralelas que sin saberlo ya se buscaban en la rima del color y en el pulso silencioso de la casualidad.

A media clase levantó la mano y dijo que ya había terminado todos los ejercicios, y le pidieron que espere, palabra simple, breve, pero cargada de futuro, una palabra que empezaba a repetirse como eco en su historia, y fue entonces cuando Savi se acercó, pidió ayuda con una voz que parecía pedir algo más que fórmulas, algo que no se resolvía con números sino con miradas, y él la miró, ojos claros como mañanas sin apuro, tez blanca, una sonrisa coqueta que desordenaba la lógica y hacía temblar las certezas, explicó un ejercicio, ella agradeció, volvió a pedir, volvió a acercarse, una, dos, tres veces, hasta que la repetición dejó de ser casual y se volvió intención, hasta que el espacio entre ambos se volvió cómodo y necesario, y al terminar la clase ella le pidió ayuda con otros ejercicios, con otra excusa elegante, y él, tímido, dijo que sí, sin saber que acababa de decir sí a una historia entera, y entre encuentros académicos, risas contenidas, silencios compartidos y miradas que se escapaban del cuaderno, ella confesó la verdad, que sabía resolver cada ejercicio, que todo había sido un pretexto para hacerle conversación, para quedarse un poco más, y la confesión cayó suave, sin estruendo, como una hoja que no hace ruido al tocar el suelo pero cambia el paisaje.


Pasaron cuatro semanas y Stefano regresó a la capital, y el silencio se instaló entre ellos como un mueble pesado que nadie se atrevía a mover, un silencio que ocupaba espacio y hacía ruido, hasta que él le contó la historia a su hermana, y ella, enemiga declarada del olvido, decidió intervenir, ir a buscarla, comprar una tarjeta, escribir palabras que no le pertenecían del todo y entregar el número de Stefano como quien deja una llave bajo la puerta por si alguien decide volver, y el catorce de febrero, cuando el amor suele exagerarse y los corazones laten con más permiso, sonó el teléfono, hablaron, se confesaron, se dijeron que se gustaban y lloraron, lloraron por la distancia que dolía como una herida abierta, por lo difícil que era quererse lejos, por los abrazos que no alcanzaban y las noches que se estiraban demasiado, y pasaron más semanas hasta que él decidió viajar, verla, quedarse, probar si la cercanía podía vencer al calendario y si el tiempo podía aflojar un poco su rigidez.

Durante esas semanas caminaron casi a diario por la ciudad, con el sol golpeándoles el rostro, el sudor compartido y la risa fácil, caminaban sin apuro como si al moverse juntos el tiempo se volviera más lento y más amable, querían estar el uno con el otro aunque el mundo no se detuviera, aunque las responsabilidades siguieran empujando, y una noche Stefano reunió el coraje que le quedaba, ese coraje que se junta a pedazos, le pidió que fueran novios y ella aceptó, sellaron la promesa con un beso frío pero ardiente, hielo que quema, fuego que calma, y así comenzó la historia, entre excusas y caminatas, entre planes pequeños y sueños grandes, pero el destino, caprichoso y paciente, aún no los quería del mismo lado, ella cursaba el primer semestre de su carrera, él seguía postulando, el tiempo no alcanzaba y las agendas chocaban, pero la comunicación resistía como puente frágil, y Mila, la hermana de Savi, hacía de mensajera con cartas y notitas interdiarias, correo humano de sentimientos cifrados, leía las cartas pero ellos escribían en clave, hablaban torcido para despistar a la curiosidad y proteger lo poco que tenían.


Los meses pasaron como trenes sin estación y las palabras empezaron a pesar más de lo debido, Mila salía con Huber, quien trabajaba con Stefano en la biblioteca, y un día las frases se volvieron cuchillos, Stefano le dijo a Mila que Huber la engañaba con Ibeth, y ella respondió sin freno, sin filtro, que su hermana también lo engañaba a él, y se fue, dejando la frase suspendida en el aire como humo espeso, ¿cólera o verdad?, ¿mentira o reflejo?, el corazón de Stefano entró en taquicardia, los pensamientos chocaban sin orden ni semáforo, regresó a casa con la noche encima y la duda prendida como una luz que no se apaga, y al día siguiente, después del trabajo, decidió ir a verla, porque algunas preguntas no saben esperar, y otra vez estaba ahí, frente a la puerta, esperando, con la respiración contenida y la esperanza en pausa.

Ella abrió la ventanilla, lo vio y la cerró, gesto breve que dolió largo, luego abrió la puerta con sorpresa, y al abrirla por completo él lo notó, debajo del vestido blanco había un embarazo de aproximadamente siete meses, una verdad redonda y pesada que no necesitaba palabras, el silencio se sentó entre ellos sin pedir permiso, él no preguntó nada, hablaron de cosas sin sentido, de frases livianas que no tocaban el fondo, se rieron como si la risa pudiera tapar lo inevitable, el tiempo avanzó lento, cruel, estirándose como castigo, y después de minutos eternos él se despidió, un último beso en la mejilla, un “sé feliz” que sonó a cierre definitivo, y siguió su camino con el corazón latiendo a mil y los ojos húmedos, preguntándose en qué momento se rompieron las promesas que nunca tuvieron fecha, entendiendo que no todas las historias se escriben para quedarse, algunas existen para enseñarnos a esperar, a soltar, a aceptar y a seguir caminando aunque duela, aunque la puerta nunca se vuelva a abrir.


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