Pasaron cuatro semanas y Stefano regresó a la capital, y el silencio se instaló entre ellos como un mueble pesado que nadie se atrevía a mover, un silencio que ocupaba espacio y hacía ruido, hasta que él le contó la historia a su hermana, y ella, enemiga declarada del olvido, decidió intervenir, ir a buscarla, comprar una tarjeta, escribir palabras que no le pertenecían del todo y entregar el número de Stefano como quien deja una llave bajo la puerta por si alguien decide volver, y el catorce de febrero, cuando el amor suele exagerarse y los corazones laten con más permiso, sonó el teléfono, hablaron, se confesaron, se dijeron que se gustaban y lloraron, lloraron por la distancia que dolía como una herida abierta, por lo difícil que era quererse lejos, por los abrazos que no alcanzaban y las noches que se estiraban demasiado, y pasaron más semanas hasta que él decidió viajar, verla, quedarse, probar si la cercanía podía vencer al calendario y si el tiempo podía aflojar un poco su rigidez.
Durante esas semanas caminaron casi a diario por la ciudad, con el sol golpeándoles el rostro, el sudor compartido y la risa fácil, caminaban sin apuro como si al moverse juntos el tiempo se volviera más lento y más amable, querían estar el uno con el otro aunque el mundo no se detuviera, aunque las responsabilidades siguieran empujando, y una noche Stefano reunió el coraje que le quedaba, ese coraje que se junta a pedazos, le pidió que fueran novios y ella aceptó, sellaron la promesa con un beso frío pero ardiente, hielo que quema, fuego que calma, y así comenzó la historia, entre excusas y caminatas, entre planes pequeños y sueños grandes, pero el destino, caprichoso y paciente, aún no los quería del mismo lado, ella cursaba el primer semestre de su carrera, él seguía postulando, el tiempo no alcanzaba y las agendas chocaban, pero la comunicación resistía como puente frágil, y Mila, la hermana de Savi, hacía de mensajera con cartas y notitas interdiarias, correo humano de sentimientos cifrados, leía las cartas pero ellos escribían en clave, hablaban torcido para despistar a la curiosidad y proteger lo poco que tenían.
Los meses pasaron como trenes sin estación y las palabras empezaron a pesar más de lo debido, Mila salía con Huber, quien trabajaba con Stefano en la biblioteca, y un día las frases se volvieron cuchillos, Stefano le dijo a Mila que Huber la engañaba con Ibeth, y ella respondió sin freno, sin filtro, que su hermana también lo engañaba a él, y se fue, dejando la frase suspendida en el aire como humo espeso, ¿cólera o verdad?, ¿mentira o reflejo?, el corazón de Stefano entró en taquicardia, los pensamientos chocaban sin orden ni semáforo, regresó a casa con la noche encima y la duda prendida como una luz que no se apaga, y al día siguiente, después del trabajo, decidió ir a verla, porque algunas preguntas no saben esperar, y otra vez estaba ahí, frente a la puerta, esperando, con la respiración contenida y la esperanza en pausa.
Ella abrió la ventanilla, lo vio y la cerró, gesto breve que dolió largo, luego abrió la puerta con sorpresa, y al abrirla por completo él lo notó, debajo del vestido blanco había un embarazo de aproximadamente siete meses, una verdad redonda y pesada que no necesitaba palabras, el silencio se sentó entre ellos sin pedir permiso, él no preguntó nada, hablaron de cosas sin sentido, de frases livianas que no tocaban el fondo, se rieron como si la risa pudiera tapar lo inevitable, el tiempo avanzó lento, cruel, estirándose como castigo, y después de minutos eternos él se despidió, un último beso en la mejilla, un “sé feliz” que sonó a cierre definitivo, y siguió su camino con el corazón latiendo a mil y los ojos húmedos, preguntándose en qué momento se rompieron las promesas que nunca tuvieron fecha, entendiendo que no todas las historias se escriben para quedarse, algunas existen para enseñarnos a esperar, a soltar, a aceptar y a seguir caminando aunque duela, aunque la puerta nunca se vuelva a abrir.
Asistido por IA
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